domingo, 18 de enero de 2015

«Justo en medio del paralelo 38», de Pablo Iglesias Simón


Iglesias Simón, Pablo: Justo en medio del paralelo 38. Madrid: Ediciones Antígona, 2014. 108 pags.

Un sótano, las 2:34 de la madrugada. El hombre allí encerrado se sobresalta al oír un grito al otro lado de la puerta y se apresura a introducir en la caldera encendida unos objetos y el cadáver que le acompaña. En el mismo momento, la puerta se abre y entra otro hombre. El primero, sorprendido, asustado, pregunta repetidamente “¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres tú?” Y le apunta con un revólver... La situación con la que se inicia Justo en medio del paralelo 38 posee todos los ingredientes de un thriller. Pero poco a poco el lector descubrirá que, a partir de una trama de suspense, con estos dos personajes y ese único espacio, esta obra, con la que Pablo Iglesias Simón quedó finalista del Premio Born en 2011, se desliza también durante una hora exacta, sin perder un ápice de tensión, por inquietantes universos metafísicos.

¿A qué nos referimos? Quizá es que, como en los mejores trucos de prestidigitación, nada es lo que parece. Es cierto que desde el punto de vista argumental, la intriga se establece en torno a un misterio del pasado que, según avanza la historia, comprendemos relacionado con el robo de bebés en las maternidades y el secuestro de niños. El protagonista fue víctima de una de esas situaciones y ha regresado a la casa en la que vivió su infancia para borrar –o quizá para reencontrarse- con los hechos que marcaron su vida.

Pero además el autor ha conferido a la construcción y la estructura formal del texto un rango dominante. Como ya hiciera en su obra anterior, El lado oeste del Golden Gate, que apareció publicada en el número 125 de ADE-Teatro, Iglesias Simón ha partido de la física teórica para la cimentación de su obra. Si en aquella se apoyó en la mecánica cuántica y la teoría de los universos múltiples, en esta ocasión lo hace en el principio de autoconsistencia. El asunto puede resultar extraño y medianamente complejo, pero baste decir que dicho principio fue enunciado a mediados de los años 80 para resolver las paradojas que podrían originar hipotéticos viajes en el tiempo. Él mismo lo ha explicado con detenimiento y claridad en un artículo recogido en el libro Creadores jóvenes en el ámbito teatral (20+13=2013) (Madrid: Editorial Verbum, 2014), con edición a cargo de José Romera Castillo, al que remitimos al lector interesado.

Y es precisamente esta peculiar organización de los elementos del drama, su presentación y su función, la que hace que el texto se proyecte hacia interpretaciones de otro calado, que exploran, digámoslo sin más demora, conceptos trascendentes ligados al tiempo y al ser.

Una didascalia recurrente, muy presente para el lector, desgrana la progresión de acontecimientos minuto a minuto. El autor escoge la noche del cambio de horario de invierno: a las 3:00 el reloj se retrasa a las 2:00, con lo que la acción se abre y se cierra –es un decir- exactamente a la misma hora. Porque lo cierto es que, al llegar a la última página, el lector comprende que el tiempo de Justo en medio del paralelo 38 es un continuo cíclico, que tomaría como modelo una cinta de Möbius. De esta manera, la conclusión nos sitúa de nuevo en el punto de partida y la historia puede seguir repitiéndose infinitamente. Ese bucle del tiempo se instaura así, desde el punto de vista poético, en una hora inexistente, ajena al decurso lineal. Un “tiempo de nadie”, como espacialmente lo es la franja de tierra que, situada en el paralelo 38 que figura en el título, separa las dos Coreas, allí donde “la naturaleza ha encontrado el lugar para ponerse a resguardo de los desmanes humanos”. 

Por otra parte, la obra se convierte, desde la propia escritura, en un juego de identidades que evolucionan imparablemente: “El hombre de las gafas de sol rotas” pasa a llamarse “Javier”, para después ser “El otro” y posteriormente “¿El otro?”. De igual forma, “El hombre que ha entrado sin llamar” se identificará mas tarde como “Jacobo”, pero también cuestionará su verdadera naturaleza con “¿Jacobo?” y asumirá finalmente el lugar de “El hombre de las gafas de sol rotas”. ¿Parece muy complejo? Es que nos encontramos en un microuniverso de identidades inestables, difusas, cambiantes... ¿O tal vez ante una sola identidad escindida, que se enfrenta a su propia conciencia, a su culpa?

Añádanle a esto que la obra permite también una lectura psicoanalítica relacionada con el subconsciente, simbólicamente expresado en el descenso al sótano, el espacio profundo de la casa, en el que han permanecido ocultos los secretos del pasado y de la personalidad de los personajes. 

Llegados a este punto, el lector habrá llenado su imaginario de referencias que destilan los aromas de Beckett y el existencialismo de Sartre, pero también la tragedia unamuniana, los trampantojos barrocos de Calderón (“O quizá alguien nos sueña a los dos”, dice uno de los personajes), el mito platónico de la caverna, los espejos del esperpento... Todo eso y más se encierra en esta obra que se pliega sobre sí misma, como una irónica pesadilla, en la que el espacio y la situación se reproducen ad infinitum, sin la posibilidad de despertar.

Pablo Iglesias Simón ha construido una auténtica pieza de relojería trabada con precisión de orfebre, un hermoso artefacto que, como los mejores vinos, despliega sus matices, texturas y retrogustos a medida que el lector –ojalá que pronto espectador-, se arriesgue a adentrarse en los senderos de esa selva que aún permanece a resguardo en medio del paralelo 38.

Federico Martínez-Moll


viernes, 11 de julio de 2014

«Los atletas ensayan el escarnio», de Santiago Martín Bermúdez



Martín Bermúdez, Santiago: Los atletas ensayan el escarnio. Madrid, Huerga y Fierro, 2010. 112 páginas


Cuando se revisan numerosos episodios y períodos de la historia de España se tiene a menudo la sensación de que el esperpento, esa visión grotesca y ácida de la realidad que formalizó Valle-Inclán y que, según sus palabras, encuentra sus orígenes en el arte de Goya, no es más que un realismo descarnado. Como expresaba el mismo Valle, sólo una estética sistemáticamente deformada puede aportar los perfiles exactos de los tipos, comportamientos y aconteceres que han regido el ruedo ibérico (e insular, claro).

Santiago Martín Bermúdez, Premio Lope de Vega en 1995 y Premio Nacional de Literatura Dramática en 2006, ha retomado esa larga tradición hispánica para iluminar algunos aspectos del anterior régimen de nuestro país. Él mismo confiesa en el prólogo de esta obra que “Quise componer una tragedia / Y me sale un esperpento”. Es manifiesto su acierto, a la luz del resultado y de la naturaleza de los personajes que la habitan. Porque los atletas del título son nada menos que Ramón Serrano Suñer y José Antonio Primo de Rivera, entregados a sus ejercicios gimnásticos, sus pulsiones sexuales y sus comportamientos fascistas. Y junto a ellos, el general Franco, detentador del poder, cruel, acomplejado, ridículo y terrible al mismo tiempo.

El argumento se inicia con la visita que Aniceto Agudo, hijo de quien fue médico personal de Franco, realiza al ya nonagenario cuñado del dictador. Viene a comunicarle la desaparición de una serie de documentos y testimonios relacionados con Franco, que su padre reunió y conservó en la caja de seguridad de un banco. En ellos se cifran algunos sucesos sorprendentes y uno de los secretos mejor guardados de la personalidad del Generalísimo. A partir de aquí, una sucesión imparable de escenas desarrolla la intriga, que se mueve por momentos pasados y presentes, articulada a través de la entrevista de Agudo y Serrano Suñer.

Un conjunto de personajes entre los que, además de los señalados, figuran los cantantes Concha Piquer, Miguel de Molina y Angelillo, el depravado periodista César González, el sangriento cardenal Júcar o el almirante Carrero Blanco, desfilan por un tiempo y un espacio que se desdibujan, en un ambiente que pronto adquiere la atmósfera de una pesadilla. Lo absurdo, lo grotesco y lo fantasmagórico alternan y coinciden para configurar finalmente un desvelador retrato de los años de la dictadura franquista.

Los atletas ensayan el escarnio, que mereció el Premio Talía de Teatro en su tercera edición, tiene el carácter de una fábula paródica, que desenvuelve sus claves a partir de diferentes tratamientos dramáticos, entre los que cabe citar la tragedia shakespiriana, la copla y la estética circense. Las profecías a los tres camaradas fascistas de las brujas macbethianas transmutadas en figuras tonadilleras, la aparición del espectro de Angelillo a un arrobado general Franco o la condición vampírica de su cuñado son algunos de los brillantes recursos que el autor disemina en su obra, cuajada de situaciones delirantes y al mismo tiempo plenas de coherencia histórica.

Martín Bermúdez escribe una obra valiente, desvergonzada y de gran riqueza literariodramática, en la que la abierta manifestación de los deseos, la voracidad, la depredación sexual de los personajes y su atracción por la muerte tiene un valor tanto sociopsicológico como simbólico.

Porque tras la aparentemente disparatada obsesión de Franco con los mensajes ocultos en las coplas de Angelillo, o la erótica relación de José Antonio y Serrano Suñer que Martín Bemúdez presenta en su obra, aparecen las actitudes crueles, despóticas y arbitrarias de quienes gobernaron o inspiraron la ideología dominante en España durante esos años. La caricatura y la sátira con la que dibuja a sus personajes son los elementos de los que se vale para acentuar la crudeza y el horror de sus comportamientos. La grotesca deformación de los artífices de la ominosa dictadura les devuelve así a su imagen más veraz, profundamente real.

Los atletas ensayan el escarnio es una obra que apela a la inteligencia del lector (del, ojalá, futuro espectador), mediante un humor sarcástico y un depurado lenguaje de innegable altura literaria. Con ella, Santiago Martín Bermúdez despierta los fantasmas que poblaron el siglo anterior para cauterizar las heridas abiertas de un pasado que aún proyecta su sombra sobre nosotros.

Federico Martínez-Moll



«Ushuaia», de Alberto Conejero



Conejero, Alberto: Ushuaia. (Premio “Ricardo López Aranda” 2013). Madrid: Publicaciones de la ADE,2014. Serie: Literatura dramática iberoamericana, nº 69. 100 págs.



“Fin del mundo, principio de todo” es el lema de Ushuaia, la ciudad situada más al sur de nuestro planeta, en Argentina, que sirve de título a esta obra con la que Alberto Conejero consiguió el Premio Ricardo López Aranda 2013, que convoca con periodicidad bienal el Ayuntamiento de Santander. 

Resulta pertinente detenerse un momento en tal título y divisa, que el autor pone a la cabeza de su texto. Ushuaia, nombre lejano y evocador que desprende aromas de leyenda, sitúa su acción en los confines de la tierra; una acción en la que el fin y el principio marcan el rumbo del drama, como el tiempo infinito de una conciencia interior. 

En Ushuaia vive desde hace muchos años, aislado de la cercana población, Mateo, un alemán ya anciano y próximo a la ceguera. A lo largo de su vida ha construido un solitario refugio en el que tan sólo le acompañan los recuerdos de su joven compañero Matthäus y de Rosa, una mujer judía que jugó un papel fundamental en los sentimientos de ambos. 

Hasta allí llega Nina, quien, con una edad similar a la de Rosa, responde a un anuncio de trabajo como asistenta. Si en un primer momento, Mateo prefiere mantener una distancia fría, los esfuerzos de ella para ser aceptada por el huraño viejo le franquearán finalmente su permanencia en la casa. Pero Nina también oculta secretas intenciones hacia el hombre, que tienen su origen en los sucesos trágicos del pasado.

Con estos cuatro personajes y una mezcla de tiempos y espacios, en los que se combinan el territorio austral y la ciudad griega de Salónica en el período de su ocupación por los nazis, Alberto Conejero desarrolla un drama en ocho escenas sobre la conciencia, la culpa y la capacidad redentora del amor. 

Si en un primer momento la trama parece discurrir por caminos más o menos explorados –la búsqueda del criminal de guerra oculto-, el autor introduce paulatinamente un proceso de desvelamiento, no exento de sorpresas, en el que las identidades son parte sustantiva. Es este un asunto, el de la identidad, recurrente en otras obras de Conejero, y que alberga en este caso una de las claves internas del drama. Porque en realidad, los cuatro personajes existen en función de los otros, de la vida y actos de los otros, del amor y del dolor por los otros. El autor los dibuja en un claroscuro que resguarda zonas de indefinición: la ambigua relación entre los dos hombres, la amargura íntima de Nina por razones nunca explicitadas... Hay siempre algo escondido, incógnito, en las motivaciones finales que los impulsan y abocan hacia su propia tragedia. 

Por otra parte, Alberto Conejero siembra su obra de recursos transtextuales cargados de simbología. Baste con señalar algunos ejemplos, como la escena inicial entre Mateo y Matthäus -en quienes no resulta difícil evocar los lorquianos personajes del Viejo y el Joven de Así que pasen cinco años-, mientras memorizan versículos del último capítulo del Apocalipsis, el libro del final de los tiempos. O como la lectura de Moby Dick, la historia del acoso obsesivo y autodestructivo del capitán Ahab sobre la monstruosa ballena, que el anciano invita a leer a Nina. O los pasajes anotados de La Ilíada sobre la persecución de Héctor por Aquiles… 

También pleno de simbolismo es el espacio de la acción, que se describe con altura poética y recoge en cierta manera las pautas estilísticas por las que fluye la obra. Su didascalia merece reseñarse: “Así fue como el salón se llenó de raíces. Saltaron los goznes de las ventanas, se agrietaron las paredes, se abrieron los techos bajo el cielo. El hielo de las cumbres se hizo presente. Los zorzales robaron los corchos de las botellas. El bosque se abalanzó, incendiado por el otoño, enmarañado de lenga y de canelos, hasta la puerta de la casa. Allí se detuvo, sin estrépito. Desde entonces, es difícil distinguir la casa del bosque o el bosque de la casa, e imposible saber si una puerta se entreabre o si es que el viento está doblando los troncos.”

En esa misma indefinición se mueven los tiempos, que conjugan el presente y los pasados sin solución de continuidad: los diálogos del protagonista con quienes son recuerdo pero también presencia viva y constante de su existencia. Mateo interpela, pide respuestas, busca o huye de los que habitan su conciencia. Y el lector-espectador, inmerso en un gran decurso onírico, pasa a formar parte de ella.

Nacido en 1978, Alberto Conejero se encuadra en una pujante generación de nuevos dramaturgos españoles, entre los treinta y cinco y los cuarenta años, de la que Eduardo Pérez-Rasilla realizó una amplia enumeración y análisis en un interesante artículo publicado en 2011 (vid. revista Acotaciones, nº 27). Es autor de una buena porción de títulos, algunos de ellos merecedores de premios como el del IV Certamen “Leopoldo Alas Mínguez” 2010 conseguido con Clift (Acantilado), y el Premio Nacional de Teatro Universitario 2000 que ganó con Húngaros. Además, en 2013 publicó La piedra oscura, centrada en los últimos días de Rafael Rodríguez Rapún, secretario de La Barraca y compañero sentimental de Federico García Lorca. 

Con Ushuaia, Conejero da un paso más en la evolución de su escritura dramática, sin abandonar por ello los mundos y recursos que la han caracterizado hasta el momento. Se trata sin duda de un texto hermoso, revestido de sutilezas y aristas, que se adentra en los territorios de un existencialismo lírico. Un drama perfilado con delicadeza, que reclama a gritos su oportunidad de llegar a los escenarios. 
Federico Martínez-Moll

 

viernes, 18 de abril de 2014

Gabriel García Márquez, desde entonces



Un día de Reyes de hace ya bastantes años me regalaron aquel libro. Formaba parte de mi lista de peticiones en la “carta a los Magos”, mantenida como una tradición en mi familia. El autor y el título figuraban entre los destacados en las clases de literatura desde algunos cursos antes, pero hasta aquel momento, Cien años de soledad no era para mí más que una referencia, un dato memorizado, unos fragmentos incitadores en los manuales de estudio y un deseo impreciso de poseerlo en un futuro no muy lejano. Comencé la novela aquel mediodía; unas páginas después, Macondo y los Buendía se enseñorearon de mi espacio y pronto me encontré absorbido, sin poder ni querer detenerme. Con la interrupción de apenas unos minutos para comer –la voz de mi padre avisándome hasta tres o cuatro veces que acudiese a la mesa-, continué toda la tarde sin parar, encerrado en mi habitación, a ratos en una silla, reclinado sobre la cama o acurrucado en el suelo pero atrapado definitivamente en sus páginas, en la espiral hidrópica de aquella narración incesante. Era la madrugada, las cuatro o las cinco, cuando llegué al final: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Volví sobre el último párrafo una y otra vez, como si pudiese evitar poner término a aquel trance, y finalmente, borracho de aventura, me acosté y dormí hasta ya muy avanzada la mañana de aquel día, el mismo en el que yo cumplía 17 años. Gabriel García Márquez se convirtió desde entonces en uno de los refugios literarios que me acompañan y que llegarán conmigo hasta el final.

Reviso ahora mi biblioteca y observo que, con desorden y regularidad, varios de mis siguientes cumpleaños se nutrieron con regalos de algunos de sus títulos. Y de entre todos, sobresale el recuerdo deslumbrante de otro de sus relatos, Crónica de una muerte anunciada, que publicó en mi tiempo de estudios universitarios. Por las aulas de la Autónoma, las conversaciones sobre su magisterio narrativo prendieron como una mecha de pólvora, incitándonos a unos y otros a leerlo, a devorar hasta su última línea con el anhelo de que Santiago Nasar sobreviviese imposiblemente al asesinato ya desvelado desde la primera.

Gracias, maestro Gabo, por tanta lúcida entrega, tanta vida. Ojalá que la tierra te sea leve y que nos encontremos en algún infinito, en la memoria que habitarás para siempre.