viernes, 18 de abril de 2014

Gabriel García Márquez, desde entonces



Un día de Reyes de hace ya bastantes años me regalaron aquel libro. Formaba parte de mi lista de peticiones en la “carta a los Magos”, mantenida como una tradición en mi familia. El autor y el título figuraban entre los destacados en las clases de literatura desde algunos cursos antes, pero hasta aquel momento, Cien años de soledad no era para mí más que una referencia, un dato memorizado, unos fragmentos incitadores en los manuales de estudio y un deseo impreciso de poseerlo en un futuro no muy lejano. Comencé la novela aquel mediodía; unas páginas después, Macondo y los Buendía se enseñorearon de mi espacio y pronto me encontré absorbido, sin poder ni querer detenerme. Con la interrupción de apenas unos minutos para comer –la voz de mi padre avisándome hasta tres o cuatro veces que acudiese a la mesa-, continué toda la tarde sin parar, encerrado en mi habitación, a ratos en una silla, reclinado sobre la cama o acurrucado en el suelo pero atrapado definitivamente en sus páginas, en la espiral hidrópica de aquella narración incesante. Era la madrugada, las cuatro o las cinco, cuando llegué al final: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Volví sobre el último párrafo una y otra vez, como si pudiese evitar poner término a aquel trance, y finalmente, borracho de aventura, me acosté y dormí hasta ya muy avanzada la mañana de aquel día, el mismo en el que yo cumplía 17 años. Gabriel García Márquez se convirtió desde entonces en uno de los refugios literarios que me acompañan y que llegarán conmigo hasta el final.

Reviso ahora mi biblioteca y observo que, con desorden y regularidad, varios de mis siguientes cumpleaños se nutrieron con regalos de algunos de sus títulos. Y de entre todos, sobresale el recuerdo deslumbrante de otro de sus relatos, Crónica de una muerte anunciada, que publicó en mi tiempo de estudios universitarios. Por las aulas de la Autónoma, las conversaciones sobre su magisterio narrativo prendieron como una mecha de pólvora, incitándonos a unos y otros a leerlo, a devorar hasta su última línea con el anhelo de que Santiago Nasar sobreviviese imposiblemente al asesinato ya desvelado desde la primera.

Gracias, maestro Gabo, por tanta lúcida entrega, tanta vida. Ojalá que la tierra te sea leve y que nos encontremos en algún infinito, en la memoria que habitarás para siempre.

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